No paraba de
mirar el reloj, parecía que las horas se habían convertido en tortugas,
despacio, despacio. Era cómo si ese reloj dejara de ser un objeto vintage para
convertirse en antigüedad.
Pero su mente
era una liebre, saltaba y saltaba uniendo los recuerdos de momentos vividos
hasta formar un gran lazo que le permitiera unir la distancia, al otro lado del
atlántico.
Sin embargo lo
único real era los minutos vividos, aquellos que sustentaban el presente y que
conformaban sus deseos de amar, eso era todo, así de simple, así de sencillo,
amar y ser amado, nada más.
Otra vez el
reloj, las manecillas llenas de pereza que no consiguen parar el ansia por
embarcar a bordo. ¡Ojala pudiera volar como un pájaro¡
¿Volando? Sí
como un albatros que asciende y asciende para bajar en círculos mientras otea
el lejano horizonte, aquella otra orilla unida por el lazo construido con los
recuerdos vividos.
Entonces el
deseo de los abrazos, de la piel con la piel, los labios con los labios, las
manos con las manos, las suaves caricias que levantan vibraciones, eso está al
otro lado; pensando en ello toma fuerzas, aletea las alas y coge velocidad
aprovechando las rachas de viento.
Cuando se gira
el sol ilumina su blanco cuerpo pintándolo con una púrpura dorada, es la luz
del atardecer, entonces huele a sal, nota en sus alas el viento, reemprende el
vuelo, ve el horizonte, detrás está la otra orilla.
Se nota nuevo,
renovado, ya no importa el reloj convertido en tortuga, porque ahora las
tortugas tienen alas y acompañan al albatros que abre el pico lanzando cantos
de alegría.
Veo amigo Artur, que estás siguiendo el camino de los grandes maestros de la narración contemporánea. ¡Dónde llevan las malas compañías...! Haz sintetizado el lenguaje y ahora tus personajes no tiene ya nombres. Este relato, es un éxito seguro!
ResponderEliminarUn saludos cordial desde Poble Nou, Barcelona.