sábado, 14 de diciembre de 2013

NARRACION : EL COSTO DEL ODIO



             EL COSTO DEL ODIO
cafetería Zurich
                               

   Aquel sábado la ciudad se despertaba perezosamente, los camareros del Zurich preparaban las mesas de la terraza; en una de ellas dos amigos hablaban mientras tomaban sus cervezas, eran dos hombres que habían pasado el medio siglo y por su aspecto y modales se adivinaba que eran personas de nivel, se les veía muy contentos.

   -¡Menuda sorpresa¡ Gracias a que me localizaste por mi blog  pudiste llamarme y nos podemos ver después de... no sé, algo así... ¿cómo treinta años? estoy contento -Sergio decía esto con un gesto de alegría, levantando su jarra de cerveza y dirigiendo su mirada directamente a los iris de su amigo.
   Martín alargó su brazo y con la mano alzó la jarra, correspondiendo al saludo de su amigo. Observaba con detenimiento a su amigo, los años le habían marcado con un  cincel muchos caminos de arrugas que seguramente escondían multitud de experiencias. No sólo se dio cuenta de eso, sino que cuando su amigo alzó el brazo con la jarra, no pudo disimular un rictus de dolor, no fue un gesto de agudo dolor, sino de resignación a una cosa irreparable.
   -Sergio ¿qué te pasa en el brazo? -le preguntó Martín con sorpresa, al tiempo que sacaba un cigarrillo de la cajetilla y se disponía a encenderlo.
   -No nada, este dichoso hombro que cada vez que hay un cambio de tiempo me duele, es como si tuviera metido dentro un meteorólogo -dijo esto con un tono como dando poca importancia  al hecho, y fuera una cosa natural.
   Martín sacudió su cabeza esbozando una sonrisa enigmática, se detuvo, le miró con semblante serio y pensativo como si tuviera que tomar aliento antes de hablar:
   -Y ¿desde cuándo te duele? -preguntó, más que nada para mostrar interés, aún sabiendo que la pregunta era más retórica que otra cosa, había notado en el gesto que aquello era un dolor sordo y resignado.
   Sergio no contestó de inmediato, hacía esa pausa intencionadamente para cerciorarse de que Martín le iba a escuchar con atención.
   -Bueno... pues desde aquel día este hombro no ha dejado de darme la murga cada vez que cambia el tiempo.
   Martín no acababa de adivinar a qué se refería con ese -desde aquel día- arrugó su frente, dobló los labios y arqueó las cejas. Sergio al ver la expresión de duda le preguntó:
   -Pero hombre, ¿no te acuerdas del verano que me rompí el hombro?
   Martín enseguida adivinó:
   -Sí hombre claro que me acuerdo, pero de eso hace mil años... aquel pueblo de mala muerte y el maldito profesor de matemáticas... ¡menudo veranito¡
   Sergio juntó el índice y el pulgar de ambas manos y los situó delante de sus ojos a modo de gafas, mientras imitaba la voz rota y ronca del profesor diciéndole:
   -¡Pórtense bien¡ Sino mañana los mandaré en el autobús a Puigcerda.
   La imitación del gesto y lo voz hicieron reír a los dos. Martín ya calmado dijo:
   -Menudo tío y menuda manía le teníamos, pero bien pensado ahora con los años vaya inconsciencia con lo que hicimos ese día. ¿No crees?
   -Claro pero es que en realidad lo odiábamos con todas nuestras fuerzas.
   -Hombre sí -replicó Martín- pero no dejábamos de ser unos críos. Aunque aquello fue fuerte lo reconozco.
   -Mira eres el de siempre no has cambiado, te he de decir que desde ese día nunca más he deseado mal para nadie, aunque en realidad no sé si aquello que sentíamos de críos se le pude llamar odio. Pero te diré una cosa, lo que me pasó fue una suerte, una especie de señal que me recuerda que la venganza es un mal negocio, a ti no sé, pero aquel día no sólo me rompí el hombro sino el alma.
   Se hizo un silencio cómplice, ambos permanecían callados recordando el episodio de aquel verano. El sol empezaba a calentar.

                                                                   &&&

   Es asombrosa la cantidad de sucesos que caben en dos palabras, -Aquel verano- dichas de manera simple, como de pasada, pero no tienen nada de simple.

Maranges
   Aquel verano Sergio y Martín suspendieron tres asignaturas, una de ellas las matemáticas. Sus padres como castigo y con una severidad extrema los enviaron a pasar el estío en la masía de unos conocidos en el minúsculo pueblo de Maranges, en lo más alto del pirineo.
La masía 
   En aquellos años el pueblo estaba comunicado por una estrecha carretera de tierra con Puigcerdá, por la que circulaba un destartalado autobús de línea una vez al día, los martes llevaba el correo y los domingos llevaba el párroco, para decir misa en la minúscula capilla.
   Tres días a la semana subía con un viejo Citroen dos caballos, un profesor a dar clase a los dos díscolos discípulos, la verdad es que les hacía la vida tan imposible que lo llegaron a odiar con todas sus fuerzas, que no por ser fuerzas infantiles dejaban de ser poderosas. Tal es el caso que decidieron vengarse de este hombre y entre los dos urdieron un plan.
   El lunes cuando llegara el susodicho profesor, Sergio se encargaría de entretenerlo con cualquier excusa, mientras Martín manipularía el motor del viejo dos caballos, con eso conseguirían que el profesor, que odiaba el pueblo y no sabía ni como abrir el capó del coche, no tuviera más remedio que fastidiarse quedándose a pasar la noche, en espera que con el autobús llegara el mecánico al día siguiente.
   La cuestión es que Martín sin tener ni idea de mecánica, sólo se le ocurrió desconectar el tubo que alimenta de gasolina el carburador, dejando una inocente pista clara de la fechoría. Y no sólo eso sino que con las prisas asustó a unas vacas, que saliendo de estampida tropezaron con el rudimentario poste que sustentaba el cable de la línea telefónica, y lo derribaron dejando al pueblo sin comunicación.
   El caso es que nada sucedió según lo previsto; un hecho inesperado dio al traste con todo lo planeado.
   Sergio normalmente bajaba la escalera del granero de una forma peculiar, se dejaba resbalar deslizándose por la misma con los pies a ahorcajadas a modo de freno, lo había hecho mil veces y nunca le supuso ningún problema.
   Aquel lunes estaba nervioso, Martín le había puesto al corriente de la consecución exitosa de su misión, sobre el dos caballos del odiado profesor y del susto con la estampida de las vacas, eso último le inquietaba la conciencia, ahora el caso tomaba otro cariz afectando a todo el pueblo.
   Sea por una cosa u otra, el caso es que ese día al deslizarse por la escalera su mano tropezó con algo y se soltó, la caída fue espectacular y los gritos de dolor se oyeron hasta Pernambuco.
   Enseguida acomodaron a Sergio en el asiento posterior del viejo dos caballos, el profesor se disponía a llevarlo raudo a urgencias del hospital de Puigcerdá, pero claro el coche se negaba a arrancar, como si estuviera muerto.
   Allí nadie sabía resolver aquello y estando sin teléfono, esperar al autobús del día siguiente pensaban que podría devenir en un drama, a juzgar por los espasmos de dolor del joven Sergio. Pronto se organizó un grupo de cuatro ciclistas que partieron de inmediato para avisar del accidente y pedir ayuda, pero claro eso tardaría horas.
   Para Sergio el drama era doble, porque aparte del dolor físico, su alma se debatía en confesar la venganza urdida y consumada, delatando a su amigo y de este modo se solucionara y pudiera salir pitando hacia el hospital; en esa duda pasaron más de dos largas horas. Ya no podía más y al mínimo movimiento por milimétrico que fuera, veía no sólo las estrellas sino el firmamento en tecnicolor.
   Por su parte Martín no sabía que hacer, delatarse el mismo suponía un castigo impensable de sus padres y eso le aterraba, si lo habían desterrado en aquel lugar olvidado, ¿qué podrían hacer después de conocer la fechoría?. El podrido profesor no tardaría en comunicárselo.Pero claro ver sufrir a su amigo no era precisamente la mejor de las situaciones.
   Finalmente sin saber de qué manera, se le ocurrió ofrecer una solución de compromiso.
   Se inventó el cuento chino de que un tío suyo tenía un coche de igual marca y modelo y a veces le ayudaba cuando lo revisaba, le sostenía las herramientas, la luz, limpiaba las bujías y cosas así; por eso sabía algo sobre ese motor, y pidió poder darle un vistazo.
   El resto fue simple, le dejaron hurgar en el motor, y de la misma manera que desconectó el tubo de la gasolina lo volvió a empalmar, enseguida se solucionó el rescate, circunstancia que no sólo le salvó del descubrimiento del boicot, sino que en cierta medida lo convirtió en el héroe salvador.

 
                                                             &&&

  Ya en el hospital las palabras del doctor fueron tajantes, a modo de riña:
   -Si esta rotura se hubiera tratado enseguida no pasaba nada, pero ahora ya veremos si todo queda soldado a la perfección o por el contrario toda su vida arrastrará molestias.
   A Sergio aquellas palabras le quedaron cinceladas en algún lugar de su cerebro.

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   El Zurich se empezaba a llenar de gente, Sergio se cambió de silla, el sol tocaba su cogote con fuerza, alzó su mano señalando al camarero indicando que trajera otras cervezas. Un olor a calamares fritos se apoderaba de las mesas de la terraza próximas a la entrada. Le costaba creer que Martín hubiera olvidado aquel episodio, es más, que ni tan siquiera le hubiera servido para aprender algo.
   Efectivamente para Martín aquellos recuerdos solamente eran vivencias que se había llevado el viento de la vida, ese que cada día nos empuja para levantarnos y vivir un día más y olvidar un día menos.
   -Bueno -dijo Martín- en definitiva ya ves todo lo de aquel día, no sirvió para nada ni tan siquiera para vengarnos del odiado profesor.
   -Te voy a decir una cosa -contestó Sergio mirándolo con cierto desdén- yo si que aprendí algo.
   Martín se quedó descolocado con esa afirmación, quedaba un poco en inferioridad de condiciones desde un punto de vista intelectual, así que preguntó:
   -Vaya y se puede saber ¿qué aprendiste? -Hacía la pregunta más pensando en un argumento para responder, que en la pregunta en sí misma, lo que no podía imaginar era la contundencia de la respuesta, imposible de rebatir.
   -Pues mira lo que te voy a decir no lo tomes como una moraleja, pero cada vez que me duele el hombro recuerdo que esto es el costo del odio.

   La plaza empezaba a hervir de gente, aumentaba el murmullo como si la vida renaciera en la ciudad.

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